2/3/07

El cuento de la roca

(Grupo Acontecimiento)

Cierta vez los habitantes de un pueblo se sentían molestos por la existencia de una gran roca que obstruía el paso. Pareciera ser que la única manera de aliviar los problemas de esa aldea era remover el montículo rocoso. La roca era el mal del que había que deshacerse. Existía el convencimiento generalizado de que sólo después de removerse la roca se podrían realizar proyectos innovadores. A ciencia cierta no había una cabal idea acerca de porqué sería aconsejable deshacerse de la roca, pero lo cierto es que ésta absorbía toda la vida del pueblo. La sensación era que su apartamiento despejaría una situación dada y que entonces se podrían hacer cosas que se pensaba eran beneficiosas para la comunidad. Por supuesto que no todos opinaban igual ya que existían personas directamente favorecidas con su existencia y hacían lo imposible para mantenerla.

Así es que el sector más progresista del pueblo definió su estrategia de acción proponiendo una lucha sin cuartel contra el odiado obstáculo que implicaba hacer todo lo posible para acumular la mayor cantidad de poder, y de esa forma, enfrentar con éxito al poder enemigo. Las acciones se fueron poco a poco incrementando hasta que se llegó a un acto casi decisivo consistente en dinamitar la enorme roca. Pero el resultado no fue bueno ya que se abrió un cráter tan profundo que ahora el paso seguía impedido, pero en vez de serlo por una altura insoportable, lo era por un abismo igualmente intolerable. Sin embargo los progresistas no desmayaron en sus esfuerzos y renovaron sus intentos una y otra vez de ntro del mismo plan que consistía en enfrentar en términos de conflicto, negación y oposición al maldito impedimento. Pero los resultados eran siempre los mismos: aunque la roca, o el cráter, o lo que viniera a resultar del enfrentamiento, pudiera quedar dañado, siempre el resultado venía a desempeñar el mismo papel que la primitiva roca. Y entonces, nuevamente todas las energías del pueblo se concentraban en volver a enfrentarse con el pertinaz obstáculo que insensiblemente iba tomando la forma, casi incorporal, de un sistema.

Como sucede en muchos cuentos que es siempre un anciano el que empieza a marcar el nuevo camino a seguir, diremos que en este relato será también un antiguo habitante el que empezará a torcer el destino de ese pueblo desanimado. La frustración había llegado a tal extremo que una enfermedad de la conciencia se había apoderado de una parte de ellos: la enfermedad del resentimiento. Esta enfermedad tenía tres síntomas; primero, una cierta tranquilidad de conciencia por haber luchado contra el sistema y aún seguir manteniendo su oposición; segundo, el convencimiento de que los males que aquejaban al pueblo eran culpa siempre de los otros, el sistema en primer lugar, y de todos los que no se oponían a él, pero también del resto de los que se oponían puesto que, razonaba el resentido, se están equivocando en algo ya que el sistema – nuestra conocida roca– sigue en pié; y tercero, un paulatino y paradojal acoplamiento a la realidad que se pretende modificar, puesto que al depender toda su actividad crítica de esta realidad y de los que supuestamente la combaten mal, queda ligado a ella más de lo que pueda llegar a imaginárselo alguna vez.

Una vez instalado el resentimiento en ese grupo importante de pensadores críticos, el resto de los habitantes quedan atrapados en una situación un poco incómoda, ya que si tratan de seguir su lucha contra el enemigo se ven cuestionados por el grupo de los resentidos que siempre les señalan lo equivocado de su acción, y a esto debe sumársele la decepción natural que representa tantos años de lucha sin resultados positivos. En vista de esa desazón empezó a desparramarse al resto de la población un efecto derivado del resentimiento que es el de interesarse únicamente por su situación personal, desinteresarse del mundo y a excusarse de su retiro con una pregunta que parece natural: ¿qué puedo hacer frente a este poderoso sistema?

Es a partir de esta interrogación que comienza a intervenir el noble anciano de nuestro cuento. El sabio en vez de tratar de contestar la pregunta empezó por analizar todo lo que ella ya responde. Él pensaba que toda pregunta se dispara a partir de una serie de condiciones que uno da por ciertas aunque no lo sepa en forma consciente. Esas condiciones son una muestra de todo lo que ya está instalado en el corazón de quien pregunta. De su minucioso análisis pudo llegar a las siguientes conclusiones: primero, que la pregunta busca que otro le dé una respuesta, y sólo tiene sentido una actitud de este tipo si se presupone que hay alguien que sabe, o puede saber, lo que hay que hacer. La segunda conclusión proviene de haberle llamado la atención la utilización de la palabra frente, pues parecía que el interrogador se colocaba enfrente del problema, como si éste –en definitiva la roca– fuera un término exterior a su voluntad y no algo en el que se encontrara implicado en su interior, en el sentido de que su propia manera de existir tuviera que ver con la cuestión. En tercer lugar, le resultó llamativo que le atribuyera la cualidad de poderoso a su adversario con lo cual él se ubicaba en el lugar del débil. Finalmente, y como cuarta conclusión, se apercibió que la pregunta no abría un problema real nuevo, sino que se sostenía en un trasfondo de justificación de una situación de hecho, para el caso la posición del resentido.

Uniendo los hilos de su análisis el anciano compuso un cuadro cuya síntesis formuló de esta manera: es hora de hacer otra cosa, puesto que lo que venimos haciendo y sus efectos sólo producen resentimiento que es un entramado que combina una posición de sometimiento al supuesto saber de otro, que además se desresponsabiliza respecto al problema asumiendo el papel de víctima y le atribuye el poder al sistema desconociendo su propia capacidad para poder-hacer y, finalmente, es estéril, porque lo único que hace es justificar lo que ya está.

El venerado hombre de edad comentó a sus más allegados lo conveniente que sería construir un camino. ¿Y la roca?, preguntaron casi al mismo tiempo, pero el anciano ni se inmutó, como si no hubiera escuchado, y agregó con firmeza: mañana comenzamos la tarea. Así fue como se empezó a construir el camino, y día tras día se demarcaba la tarea, se hacían planes, se discutían todas las características que debía tener la obra, etc. En el proceso de construcción se llegó a un momento en el que la roca se interpuso ante el avance de la obra. Pero esta circunstancia no desanimó al grupo de trabajadores en sus planes, sino que, por el contrario, trataron de evitar la roca e ir por otro lugar. Así, casi sin darse cuenta, para hacer un nuevo camino tuvieron que ir por otro lado.

A decir verdad, la roca tampoco entendía mucho lo que estaba ocurriendo porque resultaba claro que los constructores no profesaban ninguna intención de destruirla. Acostumbrada a que toda acción posible en el pueblo sólo fuera una reacción contra ella, que la tomaban como el eje de su lucha, se sentía un poco desorientada. Veía con desconfianza a este movimiento y sentía que algo se debilitaba en su interior, pero no alcanzaba a comprender con exactitud las causas.

Sin embargo, el grupo de los resentidos parecía tener el control de la situación pues estaban seguros, y lo proclamaban a los cuatro vientos, que este grupo de innovadores –así gustaban llamarlos con cierta ironía– estaban condenados de antemano al fracaso. Aquí el resentimiento desplegaba toda su eficacia, es decir, mostraba su raíz más íntima, que es la impotencia, ya que con su actitud crítica coartaba una alternativa nueva en curso y de hecho fortificaba la posición de la roca.

Por su parte el grupo de los innovadores continuaba su tarea. Era asombroso ver como de a poquito, casi de manera imperceptible, el paisaje empezaba a modificarse y allí adonde antes había un sólido de granito, ahora se podía apreciar una brecha incipiente que se internaba por las entrañas del sistema.

El grupo de personas que acompañaba a nuestro anciano jefe de los inventores, sobre todo los más reticentes, empezó a tener una experiencia distinta a cuantas otras habían vivido hasta entonces. En efecto, no estaban acostumbrados a la idea, que de hecho estaban practicando, de que para quebrar una situación lo mejor era inventar algo distinto que se sostuviera sobre bases propias, y no tener que estar constantemente a la defensiva con un discurso y una acción que los hacían girar siempre alrededor de lo que combatían. Una de las cosas que más le llamaban la atención era comprobar cómo se liberaban nuevas fuerzas inventivas por la circunstancia de no tener que estar practicando la política del frontón, es decir, no verse obligado a sólo pensar en función de contragolpear a cada golpe o iniciativa del sistema.

Pero una de las novedades que realmente más impactaron en el interior de los inventores, fue la decisión de empezar a reglar sus relaciones como grupo con el mismo principio que los guiaba respecto a la roca. Esto resulta totalmente entendible porque la tarea de hacer un camino implicaba toda una serie de movilizaciones, ideas, iniciativas, y miles de circunstancias más, que debían resolverse colectivamente. Pero ¿cómo?, ¿de qué manera se toman las decisiones? Es fácil darse cuenta que se trataba de inventar nuevas formas de organizarse que estuvieran a la altura de las circunstancias.

Sólo hay memoria en este cuento de dos temas cruciales que fueron subvertidos.

El primero de ellos se fue procesando por una manera singular de discutir. Se comenzaba poniendo la cuestión a considerar bajo la forma de un problema, y esto ya es suficiente para indicar que no se solicitaba a cada integrante que dijera su opinión alrededor de una o varias propuestas, sino que se convocaba a la gente a someterse a un problema y desplegarlo según cada cual. La estrella de las reuniones era el problema y no los que tomaban la palabra. Comenzaba una ronda de exposiciones en la que cada participante exponía sus puntos de vista. Pero lo importante era que las intervenciones no estaban dirigidas a criticar o cuestionar la posición sostenida por tal o cual orador, sino que se centraban en desplegar las potencialidades de cada una respecto a sí misma y al problema en cuestión. ¡Qué escena fantástica! Todo ocurría de tal manera que los discursos en vez de centrarse en las debilidades del otro se nutrían de sus propias posibilidades. En vez de estar atento a lo que el otro decía para luego atacarlo, cada uno escuchaba a su compañero para recoger todo aquello que pudiera abonar o mejorar su propia posición. Así cada cual prestaba la mayor atención al discurso del otro, pero no para derrotarlo en una contienda, sino con el convencimiento de que la manera de pensar de su semejante – capturado como la suya por la potencia del problema– era una fuente de posibilidades para enriquecer su propia propuesta.

Lo asombroso de esta nueva experiencia era que a partir de sucesivas rondas se iba decantando paulatinamente un resultado común que tejía todas las posibilidades que se habían desplegado en razón de este original y productivo método de tratar los problemas. En consecuencia la resolución final estaba basada en la unanimidad, pero no por el número de votos, ni siquiera porque los distintos integrantes reconocieran que esa posición final era exactamente la suya, sino porque el producto final era el resultado de una labor colectiva basada en el principio de desarrollar lo más profundamente cada posición desde sus propias premisas y con el material que brindaban las otras.

El segundo problema crucial que quedó también trastocado fue el que se refiere a la cuestión del poder que siempre se acumula en el que tiene la función de ejercer un mandato. Pero aquí el mandato estaba materializado en la resolución colectiva y no quedaba otro camino que obedecerla, someterse a ella. Por consiguiente fue naciendo en el ánimo de todo el grupo la consigna que para mandar hay que obedecer.

Esta historia va llegando a su fin. Sólo falta agregar que se había configurado una situación por demás confusa. Pareciera que todo lo hasta ese momento conocido en materia de luchas por deshacerse de sistemas intolerables se había trastocado. Por ejemplo, los críticos que chocaban frontalmente contra el sistema, devienen los resentidos que con su impotencia no hacen otra cosa que girar en torno a lo que supuestamente combaten, y al mismo tiempo empiezan a coincidir con el orden establecido por el temor que comparten con él respecto al carácter anárquico de los inventores. El conjunto de la población que los acompañaban, y que se pensaban a sí mismos como víctimas del sistema, comienzan a experimentar que se puede hacer otra cosa, y empiezan a abandonar su estéril mundo privado. Por su parte, el grupo de los inventores, que se dedicaron a hacer algo distinto en vez de estar siempre denunciando a la roca sistémica, percibe que ésta se debilita al no poder encausarlos dentro de su lógica. Finalmente se ven cuestionados por los resentidos. Este panorama, en el que los resentidos y el sistema aunque tuvieran distintos discursos sin embargo jugaban un mismo partido, y en el que los supuestamente poderosos vacilan frente a los inventores que, justamente, no se caracterizaban por basar su acción en una proclama dirigida destruirlos, abría, sin lugar a dudas, un horizonte de incertidumbre.

En la conclusión de esta historia tenemos que destacar una reflexión final del anciano volcada en una de las tantas reuniones abiertas que el grupo mantenía para evaluar los efectos de sus prácticas. En una de sus intervenciones dijo que él creía que lo oscuro de la situación se vinculaba a que se estaba procesando algo que no encajaba en los modos habituales de pensar las cuestiones referidas al destino de los pueblos. Que esa poca claridad, esa difusa delimitación de sus bordes, no era una debilidad sino quizás su fuerza más auténtica. Y remató su idea diciendo que deberá ser una tarea insoslayable de todos aprovechar esta irrupción, que desarticula la hegemonía de una manera de pensar por mucho tiempo aceptada, para producir algo nuevo.

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